ANTÍGONA
Me conocía el Ágora, la fuente
Dircea y hasta el mismo olivo sacro,
no la ruta de polvo y de pedrisco
ni el cielo helado que muerde la nuca
y befa el rostro de los perseguidos.
Y ahora el viento que huele a pesebres,
a sudor y a resuello de ganados,
es el amante que bate mi cuello
y ofende mis espaldas con su grito.
Iban en el estío a desposarme,
iba mi pecho a amamantar gemelos
como Cástor y Pólux, y mi carne
iba a entrar en el templo triplicada
y a dar al dios los himnos y la ofrenda.
Yo era Antígona, brote de Edipo,
y Edipo era la gloria de la Grecia.
Caminamos los tres: el blanquecino
y una caña cascada que lo afirma
por apartarle el alacrán... la víbora,
y el filudo pedrisco por cubrirle
los gestos de las rocas malhadadas.
Viejo Rey, donde ya no puedas háblame.
Voy a acabar por despojarte un pino
y hacerte lecho de esas hierbas locas.
Olvida, olvida, olvida, Padre y Rey:
los dioses dan, como flores mellizas,
poder y ruina, memoria y olvido.
Si no logras dormir, puedo cargarte
el cuerpo nuevo que llevas ahora
y parece de infante malhadado.
Duerme, sí, duerme, duerme, duerme, viejo Edipo,
y no cobres el día ni la noche.
LA CABELLUDA
Y vimos madurar violenta
a la vestida, a la tapada
y vestida de cabellera.
Y la amamos y la seguimos
y por amada se la cuenta.
A la niña cabelluda
la volaban toda entera
sus madejas desatentadas
como el pasto de las praderas.
Pena de ojos asombrados,
pena de boca y risa abierta.
Por cabellos de bocanada,
de altos mástiles y de banderas.
Rostro ni voz ni edad tenía
sólo pulsos de llama violenta,
ardiendo recta o rastreando
como la zarza calenturienta.
En el abrazo nos miraba
y nos paraba de la sorpresa
el corazón. Cruzando el llano
a más viento más se crecía
la tentación de sofocar
o de abajar tamaña hoguera.
Y si ocurría que pararse
de repente en las sementeras,
se volvía no sé qué Arcángel
reverberando de su fuego.
Más confusión, absurdo y grito
verla dormida en donde fuera.
El largo fuego liso y quieto
no era retama ni era centella.
¿Qué sería ese río ardiendo
y bajo el fuego, qué hacía ella?
Detrás de su totoral
o carrizal, viva y burlesca,
existía sin mirarnos
como quien burla y quien husmea
sabiendo todo de nosotros,
pero sin darnos respuesta...
Mata de pastos nunca vista,
cómo la hacía sorda y ciega.
No recordamos, no le vimos
frente, ni espaldas, ni hombreras,
ni vestidos estrenados,
sólo las manos desesperadas
que ahuyentaban sus cabellos
partiéndose como mimbrera.
Una sola cosa de viva
y la misma cosa de muerta.
Galanes la cortejaban
por acercársela y tenerla
un momento separando
mano terca y llama en greñas,
y se dejaba sin dejarse,
verídica y embustera.
Al comer no se la veía
ni al tejer sus lanas sueltas.
Sus cóleras y sus gozos
se le quedaban tras esas rejas.
Era un cerrado capullo denso,
almendra apenas entreabierta.
Se quemaron unos trigales
en donde hacía la siesta;
y a los pinos chamuscaba
con sólo pasarles cerca.
Se le quemaron día a día
carne, huesos, y linfas frescas,
todo caía a sus pies,
pero no su cabellera.
Quisieron ponerla abajo,
apagarla con la tierra.
En una caja de cristales pusimos su rojo cometa.
Esas dulces quemaduras
que nos pintan como a cebras.
La calentura del estío,
lo dorado de nuestros ojos
o lo rojo de nuestra lengua.
Son los aniversarios
de los velorios y las fiestas,
de la niña entera y ardiente
que sigue ardiendo bajo la tierra.
Cuando ya nos acostemos
a su izquierda o a su diestra,
tal vez será arder siempre
brillar como red abierta,
y por ella no tener frío
aunque se muera nuestro planeta.
LA QUE AGUARDA
Antes del umbral y antes de la ruta,
aguardo, aguardo al que camina recto
y avanza recto mejor que agua y fuego.
Viene a causa de mí, viene por mí,
no por albergue ni por pan y vino,
a causa de que yo soy su alimento
y soy el vaso que él alza y apura.
Del bosque que lo envuelve en leño y trinos,
y sombras temblorosas que lo trepan,
se arranca, y viene, y llega sin soslayo,
porque lo trae mi rasgado grito.
Va pasando las torres que lo atajan
con sus filos de témpanos agudos
y llega, sin salmueras, de dos mares,
indemne como en forro y vaina de honda.
¡Y ahora ya la mano que lo alcanza
afirma su cintura en la carrera!
Y saben, sí, saben mi cuerpo y mi alma
que viene caminando por la raya
amoratada de mi propio grito,
sin enredarse en el fresno glorioso
ni relajarse en las densas arenas.
¡Cómo no ha de llegar si me lo traen
los elementos a los que fui dada!
El agua me lo alumbra en los hondones,
me lo apresura el fuego del poniente
y el viento loco lo aguija y apura.
Vilano o pizca ebria parecía;
apenas era y ya no voltijea,
nonadas de la niebla lo sorbían
desbaratando su juego de mástiles
y sus saltos de ciervo despeñado.
Del bosque que lo envuelve en sus rumores
se suelta y ya se viene sin soslayo.
Viene más puro que disco lanzado;
más recto vuela que albatros sediento
porque lo trae mi rasgado grito
y el grito mío no se le relaja
ciego y exacto como el alma llega.
Abre ya, parte, el matorral intruso
y todavía mi voz enlazada
con sus cabellos el paso le aviva.
Y al acercarse ya suelta su espalda;
libre lo deja y se apaga en su rostro.
Pero mi grito sólo sube recto,
su mano ya cae a mi puerta.